El trabajo de Einstein sobre el efecto fotoeléctrico fue tan revolucionario como el de la relatividad, constituyendo una de las teorías que dieron un impulso definitivo a la creación de la mecánica cuántica. No tan llamativa como la teoría de la relatividad, fue el logro por el que mereció oficialmente el premio Nobel en 1921.
Cuando la luz incide sobre una placa de metal es capaz de arrancar electrones, provocando una corriente eléctrica, en esto consiste el efecto fotoeléctrico. Pero a principios del siglo XX, la teoría vigente de cómo la luz se movía no encajaba con lo que sucedía cuando se realizaba un experimento fotoeléctrico. En 1905, el “annus mirabilis” de Einstein, éste publicó un artículo en el que ofrecía una solución que se basaba en la hipótesis de que la luz está formada por partículas discretas. Esta era una idea radical, pero que hoy se acepta completamente.
Heinrich Hertz fue el primero que se dio cuenta de la existencia del efecto fotoeléctrico en 1887, cuando bloqueó toda la luz que no necesitaba para un experimento eléctrico que estaba realizando. Hertz descubrió que las chispas eléctricas creadas por el aparato eran más débiles sin la luz adicional; por tanto, la luz misma que incidía en la placa de metal estaba induciendo electricidad. A finales del siglo XIX se tenía asumido que esta electricidad estaba específicamente constituida por los electrones que se habían arrancado de los átomos por la energía aportada por la luz incidente.
En 1902, el físico alemán Philipp Lénárd identificó algunos problemas con la idea de Hertz. Lénárd creía, al igual que sus contemporáneos, que la luz era una onda. Consecuentemente, podrían esperarse algunos resultados: más cantidad de luz aportaría más cantidad de energía a los electrones; una luz débil necesitaría un tiempo para transmitir suficiente energía a los electrones del metal como para arrancar algunos; y las dos afirmaciones anteriores serían independientes de la frecuencia de la luz incidente. Lénárd descubrió que no pasaba nada de todo esto. Cuando hizo que rayos de luz cada vez más intensos incidiesen sobre el metal, la cantidad de electrones arrancados aumentaba pero siempre parecían tener la misma cantidad de energía. Además, los electrones comenzaban a escaparse en el momento en que la luz alcanzaba la placa, a no ser que la luz fuese de baja frecuencia, en cuyo caso no pasaba nada de nada. Lénárd hizo que estos problemas, con todo lujo de detalles y datos experimentales, fuesen conocidos públicamente (y ganó un premio Nobel por ello), pero no fue él el llamado a resolver el misterio.
Por otro lado Max Planck también estaba trabajando con la radiación. Para resolver un conjunto de problemas completamente diferente, lanzó la hipótesis de que, quizás, la energía estuviese constituida por paquetes de tamaños específicos. En vez de un flujo continuo, la radiación estaría formada por “cuantos” de energía. En otras palabras, la radiación en vez de ser como un chorro de agua sería como una serie continua de pelotas de pingpong. Al introducir esta idea, Planck consiguió que las matemáticas del trabajo que estaba realizando cuadrasen. Esto no quiere decir que Planck creyese necesariamente que la energía viniese realmente en paquetes discretos, al menos al principio pensó que esto no era más que un truco matemático que le había permitido salir de un atolladero.
Einstein por su parte estaba dispuesto a aceptar que este truco matemático podría representar la realidad física. El 17 de marzo de 1905 publicó un artículo en el que partía de la hipótesis de que la luz no era una onda, sino que estaba constituida por partículas no demasiado diferentes a los propios electrones. Si se adoptaba este salto conceptual todo parecía tener sentido. En vez de que el rayo de luz añadiese energía continuamente a los electrones de la placa metálica, ahora había que interpretar el efecto fotoeléctrico como si cada fotón (el nombre que le daría en 1926 Gilbert Lewis al cuanto de luz) pudiese afectar solamente a un electrón cada vez. Esto explicaba los tres problemas fundamentales que planteaba el efecto fotoeléctrico.
El primer problema era que la incidencia de luz con mayor energía no correspondía a la expulsión de átomos con más energía. Con la solución de Einstein, se puede apreciar que cambiar la intensidad de la luz simplemente significa que hay más fotones. Más fotones significa que hay más electrones expulsados del metal, pero ello no implica que un electrón en concreto tenga más energía.
El segundo problema era que las ondas de baja intensidad no necesitaban más tiempo para arrancar los electrones del metal, sino que lo hacían inmediatamente. Esto podía interpretarse como que había menos fotones en el rayo de luz incidente. Si bien menor número de fotones significa menor número de electrones, un fotón individual no va a tener problemas expulsando a un electrón en el momento en que golpee la placa metálica. No hay necesidad de que múltiples ondas de energía se acumulen a lo largo del tiempo dándole finalmente al electrón energía suficiente para liberarse.
El tercer problema era que, en el marco de la teoría ondulatoria de la luz, uno no esperaría que un cambio en la frecuencia afectase al resultado, pero sí lo hacía. La explicación está en el hecho de que la cantidad de energía de cada fotón individual es directamente proporcional a su frecuencia. Por debajo de cierta frecuencia, un fotón simplemente no tiene energía suficiente como para arrancar un electrón, no importa el número de fotones que se estrelle contra la placa de metal (recordemos que el electrón no acumula la energía).
La teoría de Einstein no sólo proporcionaba explicaciones a los problemas planteados por el efecto fotoeléctrico; también daba formas de ser comprobada experimentalmente. Su teoría implicaba que había una correlación entre la frecuencia de la luz y la energía dada a los electrones. Esta correlación era algo que podía medirse.
A pesar del hecho de que la correlación era verificable y que la hipótesis de Einstein explicaba satisfactoriamente el efecto fotoeléctrico, llevó bastante tiempo a la comunidad científica aceptar que no era sólo un truco matemático. Incluso Einstein necesitó varios años hasta que se comprometió con la idea de que la luz era realmente un haz de partículas. Robert Millikan, una década más tarde, llevó a cabo experimentos con objeto de probar que la teoría era falsa y, a pesar de que los resultados apoyaban continuamente la hipótesis de los cuantos, Millikan siguió durante años negándose a creer que no existiese una explicación alternativa.
Para los años 20 del siglo pasado, se aceptaba (casi) universalmente que la luz estaba constituida por cuantos, a pesar de que también pareciera comportarse como una onda. Esta dualidad onda-corpúsculo fundamental se convirtió en uno de los pilares de la teoría cuántica, algo que ocupó mucho más la cabeza de Einstein que la propia teoría de la relatividad en los siguientes 30 años.
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2 comentarios:
Estupenda serie de artículos, gracias.
Llegué desde Menéame pero el blog va directo al RSS.
Bienvenido. Muchas gracias.
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