Albert Einstein nunca abrazó ninguna religión organizada. Nacido judío, abandonó las costumbres y tradiciones del judaísmo cuando tenía doce años, y nunca volvió a relacionarse con la religión convencional. Sin embargo, no sería cierto decir que Einstein no era religioso. Expresó a menudo agradecimiento y un profundo sobrecogimiento ante lo que el describió como “esa fuerza que está más allá de lo que podamos comprender”, la esencia según Einstein de cualquier religión.
La legislación alemana exigía que todo estudiante a partir de doce años tuviese una educación religiosa oficial, fuese ésta la que fuese siempre que estuviese reconocida por el estado. Así, los padres judíos de Einstein, por lo demás nada religiosos, contrataron a un pariente lejano para educarle en su tradición. Con once años, el joven Albert abrazó el judaísmo con furia. Para sorpresa de sus padres (y quizás, disgusto) Einstein se convirtió en un observante judío, incluso rehusando comer cerdo. Más tarde describiría esta fase como su “paraíso religioso”. Pero, la fase no duraría mucho.
A la edad de doce años, Einstein descubrió el mundo de la ciencia y las historias de la Torah que tanto había disfrutado ahora le sonaban como cuentos para niños. En un movimiento pendular, rechazó su anterior religiosidad y un mundo que ahora percibía como correspondiente a un cuento de hadas. Durante el resto de su vida, Einstein parece haber tenido este mismo concepto de la religión organizada, describiendo la creencia en un dios personal o la creencia en una vida después de la vida como muletas para los supersticiosos o temerosos. No participó nunca en un ritual religioso tradicional: rehusó convertirse en un bar mitzvah (“obligado por el precepto”; adulto desde el punto de vista de la ley judía) a los trece años, sus bodas fueron civiles, nunca acudió a un servicio religioso y eligió que su cuerpo fuese incinerado, algo expresamente contrario a la tradición judía.
Y sin embargo, Einstein se describía a sí mismo como religioso. Se cuenta la anécdota de que en una fiesta en Berlín en 1927 había un invitado que había estado haciendo comentarios sarcásticos acerca de la religión durante toda la velada. Al hombre, un crítico literario llamado Alfred Kerr, se le advirtió de que no hiciese esos comentarios delante de Einstein. Kerr fue a buscar a Einstein incapaz de creer que el gran hombre de ciencia fuese tan religioso. Einstein replicó, “Sí, puedes llamarlo así. Intenta penetrar en los secretos de la naturaleza con tus limitados medios y encontrarás que […] queda algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración por esta fuerza que está más allá de lo que podemos comprender es mi religión. Hasta ese punto soy, de hecho, religioso”.
Einstein creía en algo que él llamaba “el sentimiento religioso cósmico”. Al estudiar el universo sentía que los humanos estamos intrínsecamente limitados a un conocimiento sólo parcial de la naturaleza. Habría un nivel de la existencia que nunca podríamos comprender. Algo complejo, inexplicable y sutil. El sentimiento religioso cósmico se expresaba como respeto y amor por este misterio.
Como buen científico Einstein analizó esta creencia. En un artículo del 9 de noviembre de 1930 que escribió para New York Times Magazine titulado “Religión y ciencia” argumentaba que existían tres etapas en la evolución de la religión. Al comienzo, decía, la gente se enfrentaba al miedo básico ante los peligros del universo, y esto llevó a la creencia de que debe haber algo poderoso cuyos caprichos marcan el destino humano. A continuación aparece la idea del dios antropomorfo que puede castigar y recompensar, lo que conduce a los conceptos de moralidad, así como a generar respuestas acerca de la vida después de la muerte. Más allá de esto, continuaba Einstein, está el sentimiento religioso cósmico, un sentimiento de la impotencia e inutilidad humanas ante la naturaleza y el “mundo del pensamiento”.
Escribió que el universo y su funcionamiento es lo que inspira este sentimiento. En este tipo de religiosidad, el practicante desea experimentar ser parte del universo en un sentido holístico del término, en contraposición a ser un individuo separado de él. Einstein citó desde los escritos de Schopenhauer hasta los Salmos de David, pasando por las escrituras budistas, como ejemplos de esta experiencia casi mística. Por último, insistió en que este sentimiento era tan universal, tan libre de dogmas, que ninguna religión en concreto lo podía abarcar y, por lo tanto, estaba intrínsecamente separado de la religión organizada. De hecho, el fin último de toda la ciencia y el arte era inspirar este sentimiento tan intenso, y fruto de él era la dedicación solitaria durante años a la ciencia de gente como Kepler o Newton. Claramente, la religión, si bien una definición muy específica de religión, era crucial en el pensamiento de Einstein.
No es de extrañar, pues, que Einstein siempre mantuviese que la ciencia y la religión se beneficiaban de su mutua asociación. En su opinión, lo mejor de la religión surgía directamente del impulso científico. Escribió: “Cuanto más avance la espiritualidad de la humanidad, más cierto me parece que el camino hacia la genuina religiosidad no pasa por el miedo a la vida, o por el miedo a la muerte, y la fe ciega, sino en esforzarse por alcanzar el conocimiento racional”. Era la búsqueda del conocimiento mismo lo que Einstein consideraba la base de la religión.
La visión habitual del público de la posición de Einstein con respecto a la religión parece indicar que ésta está llena de aparentes contradicciones. Si bien Einstein siempre mantuvo este sentimiento religioso cósmico y, en este sentido, sus menciones a dios se referían a un dios próximo al de Spinoza [él decía que era el mismo, nosotros no estamos de acuerdo, como ya hemos demostrado en otra parte], los líderes religiosos se afanaban por atraerse a Einstein, si no a su religión, si a un “marco conceptual” próximo. Así, es fácil (si uno es religioso) ver el desarrollo de la física del siglo XX como indiciario de la existencia de “lo misterioso” en lo que, de otra forma, habría sido un universo completamente determinista. Einstein negó este extremo con toda contundencia. Cuando en 1921 el Arzobispo de Canterbury le preguntó cómo afectaba la relatividad a la religión, contestó que no le afectaba. La relatividad, insistió, era totalmente científica y no tenía nada que ver con la religión.
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