Yo soy Forseti, el más sabio y
elocuente de los Æsir.
Yo soy Forseti, el hijo de Baldr y
Nanna.
Yo soy Forseti, la paz de Asgard,
hogar de Odín y Frigg.
Yo soy Forseti, el que dirime
disputas y es adorado en Forsetalundr.
Yo soy Forseti, el que reside en
Glitnir, la del techo de plata y columnas de oro.
- Glitnir heitir salr,
- hann er gulli studdr
- ok silfri þakðr it sama;
- en þar Forseti
- byggvir flestan dag
- ok svæfir allar sakar.
Oye la voz de Forseti, porque él
busca la justicia. Escucha, ¡oh mortal!, lo que ha de suceder. Esta
es la voluntad del Señor de Hliðskjalf. Tras la Gran Guerra, un
hombre del sur llegará al lugar que es verde, rojo y blanco buscando
respirar. Pero son las disputas con el jefe vikingo y su
lugarteniente las que asfixian su alma. Él es mi elegido. Deberá
olvidar lo que ya sabe y aprender lo que ya sabe para darse cuenta de
que es diferente. Y de esta forma los mortales verán, pero será
borroso; entenderán, pero no comprenderán.
Deät lun, la tierra, así la
llaman sus habitantes en halunder. No necesitan más. Pero los
germanos del sur la conocen como Heyligeland, la tierra sagrada,
porque es la tierra elegida por Forseti, el que preside, der
Vorsitzender. Es la isla de Helgoland. Y esta es su leyenda.
El barco rodeó la pequeña isla
buscando la ensenada. Por esa parte aparecía ante los escasos
viajeros como una pared vertical rojiza. Sin embargo, al alcanzar la
ensenada una playa blanquísima daba paso a la dársena. El pueblo
empezaba en la misma playa y escalaba la pendiente suavizada del
acantilado hasta llegar a la verde planicie superior.
En el pequeño puerto aún podían
verse restos de la base que había sido destruida en la primera
batalla naval de la Gran Guerra. Pero el viajero no estaba demasiado
interesado en la historia. Desde que había zarpado del continente
había comenzado a sentirse mejor y ya casi podía decirse que
respiraba con normalidad. Mientras el barco iniciaba las maniobras de
atraque, observaba con satisfacción que en la estrecha isla no había
ni un sólo árbol, ni siquiera un arbusto que levantase más de una
cuarta del suelo. Aquel era el lugar ideal para pasar una temporada
dedicado a recuperarse de su alergia, leer a Goethe e intentar
resolver algunos problemas que con Bohr y sus filosofías cerca eran
difíciles de afrontar con tranquilidad. Era el 8 de junio de 1925.
Para el joven Heisenberg la naturaleza
era su refugio. En el aislamiento de Helgoland podría dedicarse a
pasear, a descansar, a pensar. Efectivamente, a los pocos días su
salud estaba reestablecida, los vientos del mar del Norte estaban
limpios y abrían sus pulmones. Sus paseos comenzaron a ser más
enérgicos y, sin prácticamente nadie con quien hablar, la niebla
que había en su mente también empezó a aclararse.
Tras terminar su estancia en Copenhague
con Bohr, y el insufrible Kramers, ya de vuelta en su universidad,
Heisenberg no había tenido ninguna dificultad en escribir,
formalmente desde un punto de vista matemático, unas ecuaciones que
expresaban la posición y la velocidad de un electrón como la
combinación de las oscilaciones fundamentales de un átomo. Pero
cuando insertaba estas expresiones compuestas en las ecuaciones
estándar de la mecánica el resultado se parecía mucho al caos
absoluto.
Donde debería haber un número
aparecían listas de ellos, el álgebra no podía ser más elemental
y, sin embargo, explotaba llenando páginas y páginas de fórmulas
repetitivas. Durante semanas Heisenberg había intentado diferentes
cálculos, jugando con el álgebra desde todos los ángulos que se le
ocurrían. Recurrió a su salvavidas habitual, las series de Fourier,
pero sin éxito.
Fue en ese punto cuando el aire de
Gotinga pareció convertirse en una sopa irrespirable y Max Born le
recomendó la isla como alivio para su ataque de asma alérgico.
Durante sus paseos por Helgoland llegó
a un primer diagnóstico del problema que después se revelaría
fundamental: la dificultad estaba en la multiplicación. Había
convertido posición y velocidad de números sencillos a sumas de
varios términos. Multiplicar dos números entre sí produce otro
número. Multiplicar dos listas de números produce una página
entera con todos los términos posibles resultantes de las distintas
combinaciones: cada número de la primera multiplicado por todos los
de la segunda. Pero ¿qué términos eran importantes? Y ¿cómo
deberían sumarse para que el resultado tuviese algún sentido?
Aquello era un rompecabezas sin sentido.
Ocurrió entonces, que una noche,
cuando se disponía a cenar en el pequeño hostal en el que se
alojaba, se encontró con otro huésped, algo extraño en aquel
lugar. No fue difícil entablar conversación, no había nadie más
en aquella habitación y, después de tanta soledad, resultaba un
alivio poder charlar intrascendentemente con alguien. El viajero, que
dijo llamarse Gangleri, de una edad indefinida y luciendo una larga
barba, afirmaba dedicarse a vagar por el mundo descubriendo sus
maravillas. Era magnético, con una curiosidad e inteligencia siempre
alertas. Antes de que se diese cuenta, Heisenberg le estaba contando
en términos sencillos a qué se dedicaba y cuál era su problema.
Gangleri escuchaba con atención con un
brillo en los ojos. Cuando el joven físico terminó de hablar,
sonrió y, bajando el tono de voz tanto que apenas susurraba, dijo:
“Deja de pensar como un hombre. Piensa como lo harían los dioses,
para los que el orden es de la máxima importancia”. Tras mirar
fijamente a los ojos a Heisenberg y sonreír enigmáticamente, se
levantó y dio las buenas noches. Nadie volvió a verlo.
Heisenberg se quedó un rato más
fumando. No podía dejar de sonreír pensando en lo que Ganglieri
había dicho y, no porque le diese la menor importancia, sino porque
le recordaba a la mezcla de física y misticismo que en el Instituto
de Copenhague le habían contado que era tan del gusto de Einstein.
Una cosa llevó a otra y en la mesa del
comedor Heisenberg sacó sus papeles para dar un poco de forma a sus
pensamientos del día. Había intentado olvidarse de las matemáticas
y concentrarse en la física. Los elementos de su álgebra eran
oscilaciones, cada una representando una transición de un estado a
otro. El producto de dos de estos elementos debería representar una
doble transición, de un estado a un segundo y de éste a un tercero.
Entonces le pareció escuchar la voz de Gangleri: el orden.
Reflexionó: la forma de ordenar esta tabla de multiplicaciones era
poner juntos los elementos que correspondían al mismo estado inicial
y final, sumando todos los intermedios posibles. De esta manera tenía
una regla de multiplicación que era a la vez manejable y con
sentido. Y, satisfecho, se fue a la cama.
Pero no pudo dormir. A las tres de la
mañana ocurrió. Lo que había garabateado sin pensar demasiado en
la mesa del comedor podía ser más importante de lo que había
creído. ¿Y si los cálculos demostraban que había dado en el
clavo? Incapaz de conciliar el sueño saltó de la cama y se puso a
trabajar en un estado de gran excitación. Era tal su nerviosismo que
cometió innumerables errores aritméticos elementales. Tras horas de
trabajo y para su asombro y estupefacción obtuvo una respuesta: sus
extrañas matemáticas daban como resultado una energía para el
sistema que era consistente, pero siempre y cuando la energía tomase
valores discretos, no continuos. ¡Su sistema daba una energía
cuantizada sin que hubiese que introducir la cuantización entre las
hipótesis de partida!
Nunca antes había ocurrido esto. La
hipótesis de Planck había que introducirla “a mano” en algún
momento. Pero no en su sistema. Él había escrito las ecuaciones
estándar para un sistema mecánico sencillo, había insertado sus
expresiones compuestas para la velocidad y la posición, aplicado su
nueva regla de multiplicación y la cuantización surgía de las
matemáticas. La energía de un sistema mecánico se autocuantizaba.
Sin más.
Entusiasmado salió al exterior y
corrió a una de las rocas de la orilla donde se tumbó a disfrutar
del sol naciente, embelesado con su descubrimiento, en éxtasis.
En el camino de regreso a Gotinga sólo
una cosa le preocupaba. Su método de multiplicación no era
reversible. Los matemáticos dirían que no era conmutativo: a
por b no daba el mismo resultado que b por a.
Pero los dioses le favorecían. Gotinga era el Olimpo de las
matemáticas y su jefe, Born, tenía una formación matemática de
primer nivel. Cuando Heisenberg le presentó un borrador con su
descubrimiento, tras la sorpresa inicial, a Born no le costó
identificar que lo que estaba viendo no era más que una forma de una
oscura, y casi olvidada, rama del álgebra llamada álgebra de
Grassmann, en la que los elementos no eran números sino
disposiciones de números llamadas matrices. Tras algunas pequeñas
correcciones, Born mandó a publicar el escrito rápidamente en
Zeitschrift für Physik, ya habría tiempo de refinarlo.
A los pocos días, Born informaba a
Einstein del hallazgo. En la nota que le envió decía “parece muy
místico, pero ciertamente es correcto y profundo”.
Había nacido la mecánica cuántica.
Notas:
- Esta entrada es una participación en la Edición 3.1415 del Carnaval de Matemáticas que acoge Gaussianos.
- Lo que antecede es creación mía. No existe una Leyenda de Helgoland fuera de esta entrada. Eso sí, está basada en hechos reales.
- Ningún nombre de esta entrada está inventado ni está elegido al azar. Todos remiten a a algo cuyo hallazgo dependerá de la curiosidad del lector.
¡Bestial!
ResponderEliminarMuy buena historia, y muy ilustrativa para la reflexión sobre los procesos de ideación. Gracias por el trabajo.
ResponderEliminarBares, elfos, paisajes. ¿De qué me sonará?
ResponderEliminarEnlazado desde http://unbosqueinterior.blogspot.com/2012/06/vagabundo.html
Leyendas de leyendas, blogs de blogs