“La idea de que el Universo sea una gran máquina, que funciona sin la intervención de Dios, como un reloj continúa funcionando sin la ayuda del relojero, es la idea del materialismo y el destino, y tiende (bajo la la pretensión de hacer a Dios una inteligencia supramundana), a excluir realmente a la Providencia y el Gobierno de Dios de este Universo.”
Este es un fragmento (traducción
propia) de una carta que Samuel Clarke escribió a Gottfried Leibniz
en el transcurso de su extensa e interesante correspondencia durante
los años 1715 y 1716. En él Clarke, según algunos con la
aprobación de Newton, según otros al dictado del propio Newton,
critica la visión del universo como un mecanismo de relojería que
mantenía Leibniz.
El universo como mecanismo de relojería es una metáfora que
iguala el funcionamiento del universo a un reloj mecánico. Continúa
funcionando, como una máquina perfecta, con sus ruedas, muelles y
palancas gobernados por las leyes de la física, haciendo cada
aspecto de la máquina predecible en el futuro, o calculable en el
pasado. Esta idea fue muy popular en el siglo XVIII, tras la
aparición de las leyes de Newton que, junto a la ley de la
gravitación universal, podían explicar el funcionamiento tanto de
objetos terrestres como celestes.
El fragmento de Clarke pone de manifiesto la revolución que para
la cosmovisión del siglo XVIII supuso el mecanicismo. Dios dejaba de
intervenir en el mundo continuamente y quedaba relegado, como mucho,
al diseño y puesta en marcha del reloj universal, al Dios de los
deístas. La tesis mecanicista la expresaba claramente Pierre Simon
de Laplace:
“Podríamos considerar el presente estado del universo como el efecto del pasado y la causa del futuro. Un intelecto que en un momento dado conociese todas las fuerzas que animan la naturaleza y las posiciones mutuas de los seres que la componen, si este intelecto fuera lo suficientemente vasto para analizar los datos, podría condensar en una sola fórmula el movimiento de los más grandes cuerpos del universo y el del átomo más ligero; para un intelecto así nada podría ser incierto y el futuro igual que el pasado estaría presente delante de sus ojos.”
Ese intelecto pasó a conocerse como “el demonio de Laplace”.
La metáfora del reloj sustituyó en el siglo XVIII a la metáfora
aristotélica, que asemejaba el mundo a un organismo vivo, con un
objetivo determinado, compuesto por partes cada una con fines y
propósitos propios de su esencia.
Es fácilmente comprensible la atracción y utilidad que tienen
las metáforas: son un una forma sencilla de resumir la visión
general que se tiene sobre un sistema muy complejo. Son famosas, por
ejemplo, las metáforas empleadas a lo largo de la historia reciente
para referirse al funcionamiento del encéfalo, siempre empleando lo
más avanzado en cada momento: así Descartes comparó el encéfalo
con una máquina hidráulica, Freud con una de vapor; posteriormente
se asimiló el encéfalo a una centralita telefónica, después a un
circuito eléctrico, para terminar llegando al ordenador; últimamente
ya se encuentran textos en los que se le asimila a un navegador web o
a Internet.
Pero la cuestión es, ¿cuál es la metáfora actual para el
universo? ¿Qué ha sustituido al reloj de la Ilustración?
Entiéndase las cuestiones desde el punto de vista científico,
obviamente; hay personas, no pocas, que mantienen una cosmovisión
aristotélica o, lo que es más aberrante si cabe, platónica.
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