El 3 de agosto de 1783 tres eminentes
hombres de ciencia hicieron un viaje de más de 45 km desde Londres a
Guilford con la intención de presenciar la demostración por parte
de un colega de la Royal Society, James Price (nacido Higginbotham en
Londres en 1752) , de que había conseguido uno de los objetivos
soñados por todos los alquimistas: transmutar el mercurio en oro.
Este distinguido químico, un rico
doctorado por Oxford que había sido elegido miembro de la Royal
Society cuando sólo tenía 29 años, ya había demostrado
públicamente en varias ocasiones sus habilidades alquímicas, había
publicado un libro en el que publicitaba sus éxitos e, incluso, se
había atrevido a regalar al rey Jorge III parte del oro producido.
Hasta ese momento tan sólo caballeros, clérigos, nobles, algún
farmacéutico local y amigos habían sido testigos de su proeza.
Estos experimentos
públicos los había realizado en su laboratorio de Guilford. Allí,
según afirmaba, podía producir metales preciosos mezclando bórax
(borato de sodio), nitro (nitrato potásico) y uno de dos “polvos
productivos”, uno rojo y uno blanco, descubiertos por el propio
Price, con cincuenta veces su peso en mercurio. Tras una mezcla
adecuada en un crisol con una varilla de hierro se obtenía, usando
el polvo rojo, oro, y usando el blanco, plata. La última de estas
demostraciones públicas había tenido lugar el 25 de mayo de 1782.
El presidente de la
Royal Society, a la sazón Joseph Banks, estaba preocupado por la
reputación de la institución ante la popularidad que estaba
alcanzando Price. Así que se dirigió a él para que repitiese el
experimento delante de un grupo de miembros cualificados de la
sociedad. Price comenzó a poner excusas; que si se le habían
acabado los “polvos productivos”, que si empleaba mucho tiempo en
elaborarlos, que si no era rentable hacer oro de esa manera (según
Price su procedimiento hacía que el oro tuviese un coste de 17
libras la onza, cuando el precio de mercado era de cuatro libras).
Banks se mantuvo firme en su petición y amenazó a Price con la
expulsión ignominiosa si no satisfacía su requerimiento.
Los tres delegados
de la sociedad no estaban preparados para la clase de demostración
que les tenía preparada Price. Se acomodaron en el laboratorio
mientras Price parecía preparar sus instrumentos y preparados. En un
momento dado, Price se aproximó a una mesa lateral donde había una
pequeña botella. Visto y no visto ingirió su contenido; instantes
después rodaba muerto. Un rato más tarde, uno de los sabios
presentes olió la botella e identificó su contenido sin dudar: agua
de laurel (ácido cianhídrico).
Si bien el gusto por el dramatismo de
Price a la hora de autoexcluirse de los dominios de la ciencia no
encuentra paralelo fácilmente, sí es cierto que sirve de ejemplo de
las características que tuvieron algunas prácticas como la alquimia
durante el siglo XVIII: tenían cierto predicamento pero terminaron
marginadas. En muchos libros de historia leemos que la Ilustración,
gracias al poder reformador de la razón, había erradicado las
antiguas tradiciones y creencias supersticiosas (versiones “del
carbonero” de las religiones incluidas), pero el hecho cierto es
que sobrevivieron de una forma u otra a lo largo del siglo XVIII y
más allá, incluso entre las élites bien instruidas.
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