De Monfort iba a añadir algo más pero se contuvo a tiempo. La
cara del duque de la Baja Lorena no invitaba precisamente a
desobedecerle. Tras los años de viaje y luchas para recuperar los
Santos Lugares los habitantes de Jerusalén, cristianos o no,
reconocían a distancia la cara de mal humor del Defensor del Santo
Sepulcro, encarnación misma de la ira del Altísimo y, como tal,
temida.
Godefroy de Bouillon paseaba arriba y abajo la estancia ante la
atenta mirada de reojo de de Monfort. Finalmente, en un suspiro
apenas audible, musitó:
- Dios sabe que no vivimos con lujos precisamente, pero hágase
Su voluntad que Él proveerá. ¿Qué propones, Hughes?
De Monfort esperaba esa pregunta y tenía preparada su respuesta:
- Monseñor, las pagas de los caballeros pueden ser partidas, de
tal manera que cobren sólo una décima parte aquí y las otras
nueve sean pagables de vuelta a casa. Vuestras propiedades ya están
hipotecadas con mercaderes judíos de Luxemburgo y Flandes y los
judíos locales actúan de corresponsales de ellos. Os cobrarían un
interés, pero calculo que os permitirían refinanciar esta partida
un año más.
- ¡Realmente los caminos del Señor son inescrutables!¡Que los
que hicieron que lo crucificaran paguen ahora por su traición!
- Realmente pagáis vos, monseñor...
De Bouillon estaba tan ocupado respirando con alivio que no oyó,
o no quiso oír, a su consejero. Hughes de Monfort, prosiguió con
voz algo más audible.
- Después está el asunto de los gastos corrientes...
- ¿Por qué te paras? ¡Continúa!
De Monfort tragaba saliva. Llegaba al punto más sensible para de
Bouillon, a su orgullo, a lo que él llamaba la “misericordia del
Señor retornada”.
De Bouillon había mandado construir el hospital de San Pedro a
las afueras de Jerusalén, al otro lado del Cedrón, en el mismo
lugar donde se había atendido a los heridos durante el asedio de la
ciudad. Después había tomado a su cargo el hospital de peregrinos
de San Juan cerca de la vía Dolorosa, con la idea de atender a los
habitantes de la ciudad. Quería simbolizar con estas acciones la
misericordia universal del Señor, que había mandado tratar a
cristianos y no cristianos por igual, y empleaba para ello a todos
los médicos disponibles, incluyendo tanto judíos como musulmanes,
bajo la dirección de los Caballeros Hospitalarios, una
autoproclamada Orden de San Juan de Jerusalén que mandaba Gérard de
Martigues.
De Bouillon, que había torturado a de Martigues tras la caída de
la ciudad por sospechar que colaboraba con el enemigo, ahora le
profesaba si no afecto, si un gran respeto por su piedad, su
capacidad organizativa y su inteligencia. Por eso mismo, de Monfort
encontraba la situación especialmente espinosa. Cualquier propuesta
que hiciese que pudiese afectar a los Caballeros de San Juan, Gérard
de Martigues podía ingeniárselas para volverla en su contra. Por
ello había preparado concienzudamente sus argumentos.
- Monseñor, Dios sabe que no
podemos vivir más austeramente de lo que ya lo hacemos. Por ello
sólo nos queda cerrar uno de los hospitales que monseñor tan
generosamente sostiene...
La mirada de Godefroy de Bouillon habría petrificado a otro que
no hubiera sido Hughes de Monfort, que prosiguió con los ojos
clavados en el suelo.
- He mirado los números. El Hospital de San Juan ha atendido a
2100 personas en el último año, de las que han muerto 630, 30 de
cada 100. El de San Pedro a 800, de las que 160 han partido de este
mundo, 20 de cada 100. Hemos de cerrar San Juan y centrar nuestros
escasos recursos en San Pedro. Es una pura cuestión de eficacia.
El Defensor del Santo Sepulcro se quedó mirando de hito en hito a
de Monfort, en silencio. Tras un tiempo que pareció eterno, habló:
- Haré venir a de Martigues y se lo cuentas a él.