¿Cuántas veces nos hemos hecho la pregunta de por qué
determinada persona, siendo tan inteligente, cree cosas absurdas o
realiza actos igualmente absurdos? El hecho de que nos hagamos esta
pregunta indica que seguimos confundiendo inteligencia con
racionalidad. Lo segundo es más raro que lo primero, básicamente
porque lo segundo requiere esfuerzo y disciplina.
En varias ocasiones hemos hablado de la importancia que los sesgos
cognitivos tienen en nuestro comportamiento. Uno de los que más nos
cuesta reconocer que influye en nosotros es el comportamiento
impuesto por la manada: hacemos lo que hacen los demás, simplemente
porque lo hacen los demás. Es un comportamiento que tiene su lógica
evolutiva: si todo mi grupo huye, mejor huyo yo también y luego, ya
si eso, pregunto por qué corren; quedarse a averiguar la causa
podría convertirme en la cena de un depredador. Lo mismo aplica a la
búsqueda de comederos (preferimos bares y restaurantes con gente a
vacíos), a la pareja (en la que encontramos atractivo al espécimen
ya elegido y favorito de otros congéneres), o lo que nos gusta,
divierte o emociona en general (por eso las risas enlatadas, los
aplausos inducidos o las imágenes seleccionadas de público
secándose las lágrimas en los programas de televisión). En esta
era 2.0 seguimos sujetos al mismo principio, como ponía de relieve
un
estudio aparecido la semana pasada sobre nuestro comportamiento
en Facebook.
Como apuntábamos al comienzo, la inteligencia no nos salva de él
salvo que la utilicemos para desarrollar pautas que nos eviten caer
inconscientemente en estos comportamientos que muchas veces son
usados contra nosotros (básicamente por vendedores, publicistas,
políticos y timadores; lo que no significa necesariamente que sean
lo mismo). Tampoco nos salva la ciencia. Ni saber matemáticas. Ni
ser religioso. Sólo la disciplina mental es de alguna utilidad.
Pero, mejor que argumentar, ilustrémoslo con un conocido caso
histórico. En ningún lugar se expresa mejor de forma cuantitativa
la irracionalidad humana que en el mercado de valores. Aún más
desde que existe la prensa. Así que empecemos por el principio:
Inglaterra, comienzo del siglo XVIII.
Continúa leyendo en el Cuaderno de Cultura Científica
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