En la imagen de Jean-Léon Huens que aparecía en la primera
anotación de esta serie podíamos ver a Galileo intentando
“convencer a los escépticos eclesiásticos de que en la Luna hay
montañas y de que el planeta Júpiter tiene varias lunas propias”.
Esos son solo dos de los descubrimientos que realizó Galileo con el
telescopio. En esta anotación veremos muy brevemente la mayoría de
ellos, analizando su potencial influencia posterior en el debate, y
en la próxima analizaremos con algo más de detalle el más
importante de todos para apoyar una visión heliocentrista del
Sistema Solar.
Hay montañas en la Luna...
Galileo fue uno de los primeros en apuntar con un telescopio a la
superficie lunar, observar sus características y describirlas. Esta
descripción incluía montañas, llanuras y lo que hoy conocemos como
cráteres. Con el ojo desnudo uno también puede verlas, y otros
antes de Galileo habían especulado con que había montañas en la
Luna, pero sólo con el telescopio podían describirse con cierto
detalle.
Como es evidente, el hecho de que haya montañas en la Luna no
dice nada sobre si la Tierra se mueve o esta quieta. Este es un dato
que aparecerá en el debate porque vendría a provocar un reajuste en
la visión aristotélica del universo. Reajuste, que no ruptura;
veámoslo.
Para Aristóteles los objetos celestes (la Luna y más allá)
están hechos de éter, y sólo de éter, lo que implicaba la
perfección de sus movimientos y formas, ambos perfectamente
circulares. Si hay montañas en la Luna se rompe la perfección
aristotélica. Pero, gracias a una pequeña sutileza esta objeción
al modelo puede salvarse fácilmente: como la Luna está en la
frontera entre las regiones supralunares (perfectas) y las
infralunares (imperfectas), sólo tengo que considerar que la Luna es
parte de éstas y que marca el límite de las regiones infralunares
que ahora incluirían a la Luna.
Con este subterfugio se mantiene el sistema de creencias imperante
inalterado en lo básico, pero las montañas en la Luna muestran que
el sistema debe ser alterado aunque sea en un aspecto menor.
Además las montañas en la Luna suponen una invitación a cambiar
de mentalidad para los físicos. A comienzos del siglo XVII no se
conocía la ley de la inercia (Galileo avanzaría en su
determinación; Newton le daría su forma definitiva), por lo que se
suponía, siguiendo a Aristóteles, que una fuerza debía actuar
continuamente sobre un cuerpo para que este siguiese en movimiento.
Llevando esta idea a sus últimas consecuencias a comienzos del siglo
XVII se veía la necesidad de la existencia de una fuerza continua
como un argumento en contra del movimiento de una gigantesca roca
como la Tierra: no había nada capaz de moverla. Pero con el
telescopio se ve que la Luna también es una enorme roca, y se mueve.
Entonces si una roca como la Luna se mueve continuamente, ¿por qué
no la Tierra?
Continúa leyendo en el Cuaderno de Cultura Científica
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