Cuando los humanos nos enfrentamos a
algo complejo usamos analogías con otra cosa que nos es familiar.
Estas analogías cambian con el tiempo y la evolución de la técnica
y nuestra familiaridad con nuevos dispositivos. Así, por ejemplo, el
funcionamiento del encéfalo humano a mediados del siglo XX se
asemejaba a una centralita de teléfonos, mientras que hoy se suele
comparar con un ordenador. En el siglo XVIII y a comienzos del siglo
XIX las semejanzas se hacían con dispositivos mecánicos en general.
Fenómenos tan novedosos como la electricidad o el estudio del calor
encontraron pronto acomodo en la analogía con las conducciones de
agua.
Esta analogía para la electricidad
puede trazarse hasta un momento preciso. En 1729 Stephen
Gray descubrió que un hilo empapado conduce la electricidad, por
lo que de ahí a asimilar el agente de la electricidad con agua
corriendo por una tubería había un paso. Esta analogía se vería
completada poco después por la comparación que hizo Benjamin
Franklin entre las máquinas que se usaban para generar
electricidad (en esta época poco más que cilindros y esferas de
cristal que se frotaban, esto es, generadores electrostáticos
rudimentarios) y las bombas impulsoras y entre las botellas de Leyden
(los primeros condensadores) y los embalses.
Para aquellos que aceptaron la versión
de Robert Symmer
(1759) de la teoría de Franklin en la que las cargas negativas eran
tan reales como las positivas, en la electricidad participaban dos
fluidos que, dado que los cuerpos cargados pesados pesaban tanto como
los neutros, se asumía que tenían un peso no medible, esto es, eran
imponderables. Se iniciaba así la construcción de un modelo,
el modelo imponderable, que llegaría al siglo XX.
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