De vez en cuando uno se
encuentra con profesores universitarios de ciencias que, si bien
puede que tengan un amplio conocimiento de la materia objeto de su
especialidad, no tienen reparo en defender en público, incluso con
vehemencia, posiciones de filosofía de la ciencia de una inocencia y
candidez que serían risibles si no rayasen lo patético.
Habitualmente la tesis
preferida para la defensa a ultranza es el falsacionismo naif,
esto es, la idea de que las teorías científicas son falsables (cosa
que los lectores de esta sección del Cuaderno a estas alturas
ya deberían, por lo menos, dudar) y sus consecuencias inmediatas en
esta línea de pensamiento, a saber, que sólo las teorías
científicas son falsables y que, si una teoría es falsable, es
científica (quizás debamos recordar que la falsabilidad no es un
atributo de las teorías, sino una actitud).
Se hace pues necesario no
retrasar más la introducción de una tesis que no por antigua es más
conocida entre los profesionales de la ciencia y que todos ellos, así
como el público en general, deberían tener en mente a la hora de
considerar la posible trascendencia de un resultado científico. Me
refiero a la tesis de Duhem-Quine.
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